Prisionera
- 𝐀𝐧𝐭𝐨𝐧𝐞𝐥𝐥𝐚
- 2 abr 2021
- 2 Min. de lectura
Una vez conocí a alguien que vivía encerrada entre medio de dos grandes árboles llenos de aire. Le dijeron que el motivo de su encierro fue para proteger a la dueña del lugar de su presencia, pero ella pedía a gritos que la dejaran salir, reclamaba su libertad. Y, de hecho, de vez en cuando lograba escapar por algún recoveco, aunque cada intento era inútil.
La seguían escondiendo y hasta a veces negaban su existencia. Hasta que un día se dio cuenta que por cada vez que la volvían a ocultar, se hacía más fuerte, más grande. Como si se alimentara del miedo que esas personas le tenían. Entonces sus escapes eran cada vez más seguidos, más incontrolables y hasta más inoportunos. Nadie sabía ni el cómo ni el por qué aparecía de la nada si estaban haciendo todo lo posible para mantenerla en la oscuridad. Lo que ellos no sabían es que ella tenía el mismo derecho de ser libre como el resto de los que vivían allí. No entendían que, si la dejaban ser cuando ella quisiera, todo ataque repentino dejaría de pasar, que todo se iba a acomodar y que, quizá, la iban a lograr aceptar.
Esta vez la dejaron hablar y contó que pasó noches enteras preguntándose “¿qué fue lo que hice mal para que me dejen estancada en el medio del pecho?”.
“Existir” –le respondió el enojo. Pero, Alegría, con su empatía característica le explicó que el problema no era ella, sino lo que generaba al salir. Que la dueña de ese lugar no quería que ella estuviera muy seguido rondando su cuerpo porque, irónicamente, eso le generaba más tristeza de la que Angustia podría darle. Dijo que no lo hacía con maldad y que, a veces hasta era inconsciente. Que no la odiaba sino que le tenía miedo, porque así somos cuando le tenemos miedo a algo; lo escondemos creyendo que si no lo vemos, no está ahí. Pero Angustia estaba, siempre estuvo, solo que tenía prohibida la salida y de vez en cuando la dueña le regalaba un aire a los pulmones producto de un respirar hondo para que Angustia se calmara, pero las salidas rápidas tienen soluciones fugaces.
Hasta que llegó una noche que la dueña de aquel lugar, de aquel cuerpo, no pudo sostener más la máscara que había conseguido para Angustia y la dejó salir con todas sus fuerzas, la conoció en todas sus formas y la abrazó hasta quedarse dormida. Y ahí entendió que no había nada malo en ella y que el miedo que Angustia le generaba no era más que el miedo a su propio reflejo cuando se miraba al espejo, miedo a no reconocerse, miedo a no quererse. Entendió que al liberar a Angustia se estaba liberando a ella misma.

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